¿Porque los gordos son gordos?


¿Por qué los gordos son gordos? La respuesta es obvia: porque comen demasiado. Pero, ¿por qué comen demasiado? ¿Y por qué hay personas que –aparentemente- comen como limas y nunca engordan? En definitiva, ¿el (exceso de) peso corporal es únicamente un problema de (falta de) voluntad, o los genes también tienen algo que ver en esto? Antes de entrar en el espinoso asunto de la influencia de los genes sobre la gordura, déjenme hacer algunas consideraciones previas.

Una. Ser gordo es fatal. La obesidad está asociada a un montón de enfermedades: diabetes de tipo II, hipertensión, enfermedades cardiovasculares, algunos tipos de cáncer, apnea del sueño y muchas más calamidades. Incluso, se ha demostrado que los muy gordos son más propensos a sufrir accidentes domésticos graves, lo que no es de extrañar; las consecuencias de un resbalón en la ducha no son las mismas con 70 que con 150 kilos. No voy a aburrirles con más datos, pero las Autoridades Sanitarias advierten que la gordura afecta gravemente a su salud.

Dos. Los gordos sufren discriminación negativa. Esto resulta tan evidente que no necesitaríamos un estudio para creerlo. El mito del gordo feliz es mentira; es posible que esto fuera distinto en otra época, pero desde luego a principios del siglo XXI la delgadez constituye un valor importante. Ligar con kilos de más es difícil, incluso si la otra parte sufre de idéntico problema. En un mundo de super-atletas, modelos delgadísimas y cuerpos ‘danone’, ser gordo se ha convertido en un estigma. De hecho, las autoridades deberían advertir que la gordura puede afectar también a su vida profesional y sentimental.

Tres. Adelgazar es casi imposible. La inmensa mayoría de las personas que inician una dieta de adelgazamiento fracasan. Por fracasar se entiende no mantener los kilos perdidos en un plazo de 5 años. El ‘hacer dieta’ se ha convertido para muchas personas una especie de rito anual, como el pavo de Navidad o ir a la playa en verano. Ni con la dieta de la coliflor, ni con el Biomanán. Si más del 90% de las personas que lo intenta fracasa, eso significa que adelgazar (de forma permanente) es difícil. Naturalmente, detrás de las dietas de adelgazamiento hay un negocio multimillonario y creciente.

¿Pero qué dicen los estudios genéticos? La cuestión se ha abordado empleando los mismos métodos empleados para estudiar la genética del Cociente de Inteligencia: gemelos criados aparte y estudios de adopción. Estos estudios[1] arrojan un resultado contundente: que la heredabilidad del peso corporal es muy alta, cercana al 70% en algunos casos. Los gemelos idénticos suelen tener un peso parecido, aunque se hayan criado de forma separada. Igualmente, los hijos adoptivos suelen tener pesos corporales concordantes con los de sus padres biológicos, independientemente de que hayan sido educados por un naturista o un pastelero. Irónicamente, un efecto que sí han detectado los estudios es que los niños cuyas familias adoptivas presentaban un alto peso corporal, suelen ser más delgados que la media, podemos suponer que se trata de un acto de rebeldía adolescente. Esta clarísimo; los genes explican el 70% de la variabilidad encontrada para este carácter. Son lo genes, pues.
No tan deprisa. Sabemos que la obesidad se ha convertido en una epidemia de dimensiones alarmantes; así ocurre en Estados Unidos, pero Europa Occidental parece que lleva la misma marcha. Según la ‘American Obesity Association’ el 64.5% de los americanos tienen sobrepeso. Cuando alguien viaja a Estados Unidos, una de las cosas que resultan más chocantes es la frecuencia y magnitud de los ‘gordos’. Sin embargo, los genes no han cambiado mucho en los últimos años. Es imposible que la epidemia de obesidad sea debida a los genes. La causa tiene que ser cambios en el estilo de vida, que lleven a ingerir más calorías y quemar menos.
Un caso particularmente interesante es el de los indios Pima. Se sabe que esta tribu se separó en dos ramas hace aproximadamente 100 años; una de ellas vive en los que hoy es territorio mejicano y la otra en Nuevo Méjico (USA). Un estudio[2] epidemiológico de las dos poblaciones reveló que los Pima norteamericanos presentaban uno de los índices de obesidad más altos del planeta (con sus correspondientes altas frecuencias de diabetes y enfermedades vasculares). En cambio, los Pima mejicanos estaban mucho más delgados (y más sanos) y no diferían significativamente de la media de peso mejicana (que es más baja que la estadounidense). Bien, cien años no es nada en lo que a los genes se refiere. Tenemos todas las razones para suponer que los Pima al norte y al sur del Río Grande son genéticamente comparables. Lo que difiere en este caso son los hábitos alimentarios y de estilo de vida, que concuerdan con los de los respectivos países. Tanto el caso espectacular de los Pima, como las epidemias de obesidad que se están produciendo, se deben a factores culturales y no a factores genéticos.
¿En qué quedamos pues? Naturalmente, en las dos cosas. Los estudios epidemiológicos nos indican que los factores culturales son importantes. Cuando un país incrementa su nivel de renta, la dieta de sus habitantes también suele cambiar hacia un mayor consumo de carne, queso y otros productos de origen animal. La tendencia a emplear comida preparada, comer fuera de casa, ver la tele con cerveza y aperitivos y utilizar el automóvil para desplazarse puede completar el panorama. Ahora bien, en estas nuevas condiciones culturales y económicas, donde gran parte de la población puede elegir su dieta y sus costumbres, sólo algunas personas tienen problemas con la obesidad, mientras que otras se mantienen delgadas. Esto es lo que nos están indicando los estudios genéticos. Heredamos la propensión a engordar. Para que esta propensión se convierta en barriga prominente o enormes michelines tiene que darse un ambiente adecuado. Si los Pima se hubieran quedado en Méjico no estarían así. Esta idea parece que es aplicable a muchos otros casos de caracteres importantes, aparte de la gordura. Tiene que producirse la combinación de determinados genes con determinados ambientes para explicar el resultado que vemos. A esto se conoce como vulnerabilidad: una propensión innata a padecer enfermedades o problemas que se manifiesta sólo en determinados ambientes.
Resulta irónico pensar que la capacidad de almacenar calorías de forma eficiente debió resultar muy útil a nuestros antepasados prehistóricos, igual que a los cazadores-recolectores modernos. En la mayoría de los ambientes naturales existen épocas desfavorables en las que conseguir alimento es difícil. Aun más, siempre hay años de vacas flacas en que resulta particularmente duro. Nuestro tejido adiposo es muy eficaz almacenando energía. Una persona normal puede pasar un mes sin comer (aunque probablemente con humor de perros). El record de ayuno, en condiciones controladas médicamente, es de un año sin ingerir prácticamente calorías. El mismo mecanismo que nos salvaba la vida en el Paleolítico supone un factor de riesgo en el mundo moderno y excesivo que nos ha tocado.
De acuerdo. Genes y ambiente importan. La cuestión es ¿cómo? Para ir hasta el fondo tenemos que preguntarnos cuáles son los mecanismos biológicos que están detrás de nuestra sensación de hambre y del control del peso corporal. Esta es una pregunta que la ciencia no puede contestar hoy al cien por cien, si bien se han producido grandes avances en los últimos años. Para empezar, consideremos el hecho de que el peso corporal permanece estable en la mayoría de las personas. Es cierto, que hay una tendencia a ganar peso en la mediana edad, pero suele ser un proceso bastante paulatino. Que el peso se mantenga constante no es tarea fácil. Tiene que existir un mecanismo regulador que sea capaz de ‘contar’ las calorías ingeridas, descontar las calorías ‘quemadas’ y controlar las sensaciones de ‘hambre’ en la medida exacta. Todo esto ocurre de forma totalmente inconsciente. Claro que si uno se mira al espejo es consciente de lo que hay, pero eso es totalmente distinto. En este último caso uno sabe que debería comer menos, en el primero uno siente que tiene menos hambre. Este mecanismo de control tiene que hilar muy fino, como lo demuestra el siguiente ejemplo. Imaginemos que una persona ingiere exactamente lo mismo que gasta, excepto una miserable galleta de más, que acostumbra a comerse después de cenar. Se trata sólo de una galleta; ¿puede tener esto un efecto muy grave? El exceso es de solamente 50 calorías diarias, pero si se produce todos los días del mes, 12 meses al año, al cabo de, digamos 10 años, la galletita de marras nos supone casi 20 kilos, lo que no es despreciable en absoluto. De hecho, aunque la mayoría de la gente tienda a engordar con la edad, no lo hace en una cuantía tan grande. Esto significa que el mecanismo de control del peso corporal tiene que estar operando con unos límites de error francamente bajos.
El mecanismo bioquímico responsable del control del peso corporal es muy complejo y está formado por varios subsistemas. Por ejemplo, sabemos que la sensación de hambre responde a un cierto número de señales diferentes, tales como una baja concentración de glucosa en sangre, que indica una falta de energía a corto plazo, así como las sensaciones físicas relacionadas con el llenado del estómago. Al mismo tiempo, el mecanismo afecta tanto a la conducta alimentaria (hambre) como al metabolismo, esto es, la capacidad del cuerpo para ‘gastar’ energía en forma de calor o la eficiencia con que las calorías sobrantes se almacenan en el tejido adiposo.
Una forma gráfica de entender este sistema consiste en el llamado modelo del ‘barril de agua’. Imaginemos un barril que recibe agua por medio de una manguera. El barril tiene escapes, por lo que parte del agua se pierde. Por otro lado, la manguera se encuentra ‘pillada’ por el propio barril. Esto proporciona un mecanismo de equilibrio. A medida que el barril se va llenando, el agua que se sale por los agujeros es mayor debido a la presión; además, el mayor peso del barril presiona sobre la manguera lo que hace que entre menos agua. En conclusión, el nivel de agua permanece más o menos constante, oscilando ligeramente respecto de un punto de equilibrio. La traducción es inmediata. El agua que entra por la manguera son las calorías ingeridas; las pérdidas del barril son las calorías quemadas y el nivel del agua en el barril en equilibrio es el peso corporal ‘normal’ del individuo. Este modelo fue postulado en los años sesenta y se denominó también ‘lipostato’ en relación al ‘termostato’ que regula la temperatura de una habitación. El modelo implica que la presencia de grandes reservas en el tejido adiposo provoca una señal bioquímica que limita el ‘hambre’ y recíprocamente, la pérdida de tejido adiposo modifica esta señal en el sentido de aumentar el ‘hambre’. Esto es exactamente lo que debe ocurrir al acabar una dieta de adelgazamiento. El cuerpo ‘entiende’ que la situación ha variado peligrosamente con respecto al nivel de reservas normal y se apresta a ‘compensar’ esta situación.
En los años noventa se descubrió uno de los componentes fundamentales del sistema[3], la leptina, que es una proteína producida por el tejido adiposo. El hallazgo causó bastante sensación por diferentes razones. Una de ellas es que hasta entonces se pensaba que el tejido adiposo era algo esencialmente inerte, desde el punto de vista bioquímico; o sea, se limitaba a almacenar o liberar grasa. Al producir leptina hace algo más, proporciona al organismo una ‘contabilidad’ interna de las reservas de energéticas: cuanto más tejido adiposo haya, mayor será la concentración de leptina en sangre. O sea, que esta proteína es la manera que tienen nuestras grasas corporales de decir ‘estoy aquí’.
Cuando el gen que codifica la leptina es ‘desconectado’, cosa que es técnicamente posible hacerle a un ratón, éste se vuelve obeso, ya que come más y gasta menos energía que el ratón normal . Estos ratones mutados en este gen alcanzan un peso hasta tres veces superior al normal. La aplicación de leptina por vía intra-venosa devuelve al ratón sus características normales. Este descubrimiento llevó a penar en una cura rápida para la obesidad humana. Tal vez bastaría con inyectar leptinas para que el paciente perdiese el apetito. Por desgracia, estas expectativas no se han confirmado. Seguramente, la industria farmacológica acabará encontrando una solución vía ‘medicinas’ al problema de la obesidad, pero parece que todavía va llevar algún tiempo.
El hecho es que aunque los humanos tenemos leptinas prácticamente iguales a las del ratón, la obesidad humana no se debe –en la inmensa mayoría de los casos- a un fallo en este elemento del mecanismo. De hecho, las personas obesas tienen una alta concentración de leptina en sangre, debido a que tienen una gran cantidad de tejido adiposo para producirla. Desgraciadamente, la inyección de leptina en humanos obesos no tiene el esperado efecto inhibidor del apetito. Evidentemente, hay otros factores aun por descubrir.
Otro componente de este sistema fue sido descubierto en 1995[4]. La concentración de leptina presente en la sangre tiene un efecto sobre el cerebro; esta proteína se une un receptor específico presente en algunas regiones y este proceso afecta a la concentración de otra sustancia clave para el control de la sensación de hambre: el neuropéptido Y. Este neuropéptido es una proteína de pequeño tamaño que actúa como un mensajero químico en el cerebro. En concreto, se sabe que actúa sobre el hipotálamo, y esta estructura cerebral juega un papel preponderante en regular la sensación de hambre y el metabolismo calórico.
Es importante señalar el hecho de que no sabemos con cuáles son los genes que nos predisponen para engordar. Los estudios genéticos en determinadas poblaciones, como los Pima, tal vez nos permitan identificarlos (sí se ha encontrado que la mayoría de los Pima que padecen diabetes tienen una variante particular del gen HLA-A2, implicado en el reconocimiento inmunológico). Por otra parte, tampoco sabemos qué factores ambientales concretos desajustan el punto de equilibrio, haciéndonos ganar peso. Se ha especulado con la posibilidad de que sea el consumo de grasas el que nos está desajustando el lipostato hacia mayor tamaño, pero no existe una evidencia fuerte sobre esto. Si supiéramos más de ambos lados de la cuestión sería posible diseñar, por un lado, nuevas medicinas que nos permitieran controlar el hambre, y por otro lado, podrían diseñarse ‘estilos de vida’ saludables con una mayor base científica. Ambos tipos de razones justifican de sobra este tipo de investigación.
Por último, podemos considerar una cuestión moral: ¿tiene la culpa el gordo de ser gordo? Al igual que la dicotomía genes/ambiente, la respuesta es ni sí ni no, sino todo lo contrario. “Sí tiene la culpa”, dice el fiscal, “el acusado puede elegir libremente la cantidad y el tipo de alimentos que consume, así como las calorías que gasta. Si cuidase su alimentación e hiciera ejercicio frecuente no se habría convertido en una montaña de grasa”. “En absoluto”, interpela el abogado defensor, “mi cliente es un adicto a la comida hipercalórica y su capacidad de elegir está disminuida por su adicción. Además, si rompiese su ciclo de dependencia moriría de inanición ¿Acaso es razonable pedir a un adicto que, sin dejarlo del todo, modere su dosis, cuando la droga está por todas partes asaltando su vista y su olfato?” Es cierto que mantener el peso ideal resulta insultantemente fácil para algunas personas y muy difícil para otras. ¿Es justo estigmatizar al obeso? Seguramente, no, pero la vida es injusta. El problema aquí es que la cuestión moral es, en el fondo, irrelevante. A la hipertensión y a la diabetes le traen sin cuidado que el sujeto sea o no responsable de su gordura. En cuanto a la ‘discriminación social’, es en teoría evitable y en la práctica difícilmente, aunque podría hacerse más sutil a base de ‘corrección política’ (el hecho de que se emplee aquí la palabra ‘gordo’ indica sentimientos ambivalentes con respecto a la ‘corrección política’). En cualquier caso, no creo que ni Naomi Campbell, ni Brad Pitt resultasen atractivos con muchos kilos de más y las argumentaciones acerca de la relatividad cultural de este fenómeno no resultan absolutamente convincentes. Las rellenitas venus de Rubens no demuestran que estas señoras resultaran atractivas en su época, del mismo modo que las esculturas de Botero no constituyen una prueba de ello en la nuestra. Seguramente no nos vendría mal un poco de relajación sobre este tema. Deberíamos darle menos importancia al aspecto físico, pero como es evidente que le damos muchísima importancia, esto es una especie de ‘declaración hueca’. El caso es que no podemos adelgazar, pero tampoco nos podemos permitir el estar gordos. Señores investigadores en farmacología: ya que han descubierto el Viagra; ¡encuentren algo pronto para la obesidad!


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